El Maestro

Belinda Ramos es filmada por el asesino

Deslizaba su mano por el brazo desnudo de su próximo «trofeo». Notaba como tenía el vello endurecido, erizado de puro terror. No podía huir, ni tampoco gritar; nadie la escucharía. Se había encargado de ello. Le excitaba contemplar y sentir el miedo que imbuía sobre sus víctimas.

Era una sensación emocionante y le proporcionaba una enorme satisfacción cuando se exploraba a sí mismo y descubría nuevos métodos de ejecución, cada cual más ingeniosos y retorcidos. Su víctima, una joven de tez pálida y cabello de color pajizo, le observaba aterrada con aquellos ojos azules de color intenso. Examinaba su rostro delicado; su suave piel le parecía que brillaba con la sangre que por sobre su brazo izquierdo resbalaba.

Era una sala iluminada por varios reflectores apoyados en un soporte vertical de color negro; su luz se proyectaba en derredor de una mesa ovalada de madera. Varias cámaras, colocadas en distintos ángulos, filmaban la escena.

—Nadie puede saber el daño que ocasionará con sus actos —dijo con voz pausada y grave, sacada de ultratumba. Tenía un distorsionador de voz. Se autodenominaba “El Maestro”.

»Excepto yo —entonó con énfasis—. Conozco el cerebro humano —dijo, dirigiéndose hacia ella. Estaba a su lado, acariciándole son suavidad la mejilla y retirándole de la cara unos mechones de pelo rubio manchados de sangre. Un guante de esparto resquebrajaba su piel—. Sí, es cierto. Usted pensará que soy un asesino sin escrúpulos. ¡Pero no! ¡No! ¡Se equivoca, preciosa! Digamos que soy… un justiciero. O un maestro que solo intenta educar al alumnado que suspende los exámenes. Sí, podría llamarme así. ¿Mi labor? Oh, me temo que no servirá que se la diga. ¿Sabe? No quiero hacerle sufrir más. Voy a terminar con su funesta vida. Será rápido. En el fondo, la comprendo. Entiendo sus actos de rebeldía, sus preocupaciones, sus ambiciones, sus deseos lascivos con aquel jovencito... Tus padres siempre pensaron que detrás de esa fachada puritana que intentabas hacer creer a todos, se escondía una coima, o como decís los jóvenes: una zorra.

—¡Vete a la mierda, hijo de puta! —le escupió. Una ráfaga de saliva salió disparada hacia su mejilla, pegándose en ella.

Se rió durante unos instantes, agachando la cabeza. Cubría su rostro con una máscara. Era aterradora, escalofriante. Esbozaba una sonrisa amplia, revelando unas fauces putrefactas, donde los dientes estaban rotos y torcidos; la tez era grisácea, siendo acentuada por la luz de los focos, simulando dos pequeñas cicatrices en las sienes, y una que cruzaba en diagonal el párpado izquierdo; unas sombras negras rodeaban ambas. Sus ojos carecían de vida, dejando al descubierto un abismo sin fondo, donde los demonios que se ocultan en el interior de los humanos permanecían aislados, contemplando aquellos osados que se atrevían a caminar por el filo del destino; los deseos más atroces eran presenciados por ellas. Una larga cabellera medio ondulada, tan negra como la tinta, se alzaba tras su máscara abierta.

La respiración de la joven se agitaba a ritmo constante, como una locomotora. Era renuente a arrojar el último hálito de su vida, mas era consciente de que su final se acercaba, esta vez, a ritmo vertiginoso. La incertidumbre por la forma en la que moriría se mantenía desde que despertó, desorientada, en aquella habitación rodeada de focos. En el preludio del fatídico desenlace de su historia, la cual todavía tenía numerosos capítulos que escribir. Entre esas páginas en blanco se encontraba el remordimiento que sentía por haber discutido con su familia unas horas, días o incluso semanas antes. Desconocía el tiempo que llevaría sumida en ese infierno, pero su mente todavía recordaba como respondió con exabruptos a las condiciones impuestas por sus padres antes de salir de casa aquella noche. La última noche. Desatendió los consejos, demostrando la rebeldía que la conduciría hacia su muerte.

El hombre alzó nuevamente su cabeza y se dirigió a las cámaras.

—¡Ustedes son testigos! Testigos de que le he dado una oportunidad a esta idiota de morir honradamente. Iba a ser condescendiente con ella, sí; iba a ahorrar el sufrimiento de una muerte lenta y agonizante. ¡Pero no! —dijo, alzando el dedo e irguiendo su postura—, prefirió faltarme el respeto. Y tendrá la muerte que se merece.
Se acercó a una mesa de mayo que se encontraba aislada, en la oscuridad. Agarró un tarro de cristal y regresó hacia la joven.

—Veo que estas pequeñas no son de tu agrado, ¿cierto?


Los ojos de la joven se abrieron. Su rostro reflejaba un estado de terror del cual no podía escapar. El tarro contenía cucarachas. Su mayor fobia. Se retorcía, intentando zafarse de las abrazaderas de cuero de sus pies y manos, pero unas púas metálicas le rasgaban la piel, provocando que, en cuestión de segundos, la sangre se deslizara.

—Una persona puede morir de un infarto ocasionado por, incluso, una fobia. La teoría dice que en un estado de excitación extrema o un enorme disgusto desencadenan la liberación de muchas sustancias de estrés a la sangre. Los iones de calcio provocan que el músculo cardíaco se contraiga y, al haber tal cantidad de adrenalina que colma de calcio las células, el músculo no puede lograr relajarse —cierra sus manos y al instante las extiende, moviéndolas con lentitud hacia los lados—, y colapsa.

La chica estaba exhausta. El dolor que padecía le quemaba en el interior de su cuerpo. Unas gotas de sudor descendían por las sienes. Para ella, el tiempo se paró, aunque deseaba que se acelerase para poner fin a su agonía. Sus músculos se entumecieron y la esperanza de escapar de aquella prisión se evaporó. La oscuridad estaba a punto de devorarla, y la parca aguardaba en el umbral de la puerta el momento preciso para arrebatarle el tesoro más valioso que posee el ser humano: la vida.

—Me apasiona descubrir nuevos horizontes; visitarlos, transitar sus calles misteriosas y perderme en un ambiente desconocido para mí. Sucede lo mismo con la muerte: me encanta explorar terrenos que permanecen ocultos pero que sin embargo siempre han existido, esperando ser útiles para aquellos que se atrevan a indagar en las tinieblas.
Sus dedos agarraron la tapa, pero vaciló y no comenzó a desenroscarla. Será mejor que le ofrezca algo para su comodidad.

—Déjame marchar, por favor —dijo sollozando—. Haré lo que sea. ¡Lo que sea!

Su voz se entrecortaba y sus súplicas se confundían con la impotencia proveniente de su interior, expulsándola al exterior como un llanto. Sus lágrimas mojaban sus ojos y el dolor adquirió el significado de la expiración de su alma, pues su cuerpo permanecería ahí: inerte, sin nadie que fuese a moverlo. Su recuerdo permanecería hasta que las personas expiasen sus remordimientos por el trato ofrecido hacia ella, adulándola con frases típicas como: «no tenía enemigos», «era una chica ejemplar», «todo el mundo la quería».
En el fondo, ella lo sabía; era consciente del cinismo que demostraría la gente tras su fallecimiento.
Él también lo sabía. Por supuesto que lo sabía.

—Lo siento, cariño —dijo con su voz grave, sobrenatural. Intentaba demostrar empatía pero, lógicamente, nunca podría sentir un sentimiento como tal—. Pero no podría dejarte ir. No. Las acciones se pagan… y más si insultas a tus mayores.
Agarró una bolsa de plástico con una mano, mientras con la otra desenroscaba la tapa donde guardaba las curianas. Arrojó la tapa al suelo y vació el bote encima de su cabeza; esparcieron por su rostro y pecho, y algunas por el suelo, terminando huyendo en sentidos dispares. Se apresuró a colocar la bolsa de plástico sobre su cabeza y sellarla con cinta americana, rodeando su cabeza.

—Quiero comprobar cuál será la causa de tu muerte: la asfixia o tu fobia.

Sus gritos estentóreos eran estremecedores, aunque intentaban ser silenciados con Réquiem, de Mozart. Su cuerpo se agitaba sin descanso, y las partes del cuerpo que tenía atadas eran cubiertas por sangre. Su pecho se alzaba de forma violenta y volvía a descansar. Intentaba deshacerse de la opresión que sentía en sus extremidades. En vano.
Los alaridos no cesaban; él se sentó enfrente de ella, reposando la espalda en el respaldo y cruzando las piernas. Se sentía cómodo presenciando aquella hórrida escena. Pero entonces, el silencio se apoderó de la sala; los movimientos de su cuerpo se petrificaron y su corazón dejó de batallar.

Satisfecho por terminar su trabajo, le quitó las abrazaderas de las muñecas y comprobó los cortes ocasionados.  Verificó que la joven yacía sin vida.
Soltó una carcajada y dijo, sorprendido, manteniendo oculta su voz y deteniendo la reproducción de la música.

—Vaya… la policía tendrá difícil dictaminar la causa de su muerte.
Reía. Reía de alegría. Le divertía confundir a las personas. En concreto, a los agentes de policía. Pero disfrutaba haciendo su trabajo, impartiendo su castigo.

Historia escrita por - Alejandro Masadelo

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