SARA . . .
No sospechamos nunca de su frivolidad, de su mirada un poco fija en la nada, no sospeché de sus conciencias. Sara, siempre estaría ahí demasiado sentada, contando las vidas que le hacían falta para ser feliz y su madre siempre ahí demasiado preocupada, demasiado tensionada, demasiado tardía, contando los días de enfermedad. “Deberías ser más cuidadoso”, esas fueron las primeras palabras que crucé con Sara, una mañana de enero, mientras me entregaba la pelota que había terminado en su jardín. “Mamá detesta que le dañen sus flores”. En ese momento a mis nueve años, pensé en salir corriendo y no decirle nada, estaba prohibido hablarle a Sara, a su madre y mucho menos a su abuela, pues todos sabíamos de la tenacidad y el desdén con que podían llegar a tratar a esa pequeña.
La casa de Sara queda de camino de mi casa a la escuela y siempre pasaba y la veía sentada, demasiado normal, pero nuestros padres nos advirtieron, a todos y cada uno de nosotros. “No hables con la chica de esa casa”, los porqués variaron de familia en familia, pero la orden fue la misma “no hables con la chica de esa casa”, nosotros extendimos el miedo a su madre y a su abuela, de quien inventábamos historias.
Desde ese día, desde que me regresó la pelota, y no salí corriendo, empezamos a hablar, siempre le contaba sobre mis días en el colegio, los problemas de mis padres, y ella escuchaba tan atenta, y tan dispuesta a darme consejos, que no sospeché entonces de todo lo que era capaz de hacer.
Me gustaba hacerla sonreír, porque cada día parecía más distante. Mi hermano mayor decía que de seguir hablando con ella terminaría por enloquecer, que terminaría sentada en el pórtico de nuestra casa viendo pasar los niños. Pero eso jamás sucedió.
Las peleas de mis padres empeoraron y yo pasaba más tiempo con Sara, ella me recomendó no ponerle cuidado a las discusiones de ellos, decía darse cuenta de las cosas pues los gritos se escuchaban en toda la cuadra, pero que ante todo sabía que pasara lo que pasara mis padres siempre me iban a querer.
Ese jueves llegué de la escuela pasé por la casa de Sara y no estaba ahí tan sentada, su madre y su abuela se paseaban por el jardín regando las flores, pero Sara no estaba. Me sorprendí. Cuando llegue a mi habitación le pregunté a mi hermano por Sara, él dijo que ella sufrió uno de sus ataques neuróticos y que intento hacerse daño. Me preocupé. Después de hacer las tareas y jugar con mis amigos vi un carro que llegaba a la casa de Sara, ella bajó del automóvil y entró a la casa.
Siendo domingo y con todos los vecinos deambulando y nosotros con nuestros juegos de pelota, Sara retomó su lugar en el pórtico y así, en medio de rumores, secretos y miedos, caminé hasta ella y la saludé, “no seremos muchos pero sí menos cuando las voces se silencien”, eso fue todo lo que dijo y siguió ahí tan sentada, contando las vidas que le hacían falta para ser feliz.
Cuando se empezaron a encender las luces de los postes, todos regresamos a nuestras casas, a cenar. Sara continúo sentada con su vestido blanco que se movía levemente por el viento. Yo la observaba desde mi ventana, y los gritos de mis padres empezaron. Se culpaban el uno al otro de la falta de dinero, de mentiras, de vicios y traiciones. Mientras veía a Sara pensé en lo bueno que podría ser tener una enfermedad como la de ella, librarse de las peleas, de los gritos, de las tareas, de la realidad, pensé en su locura y en mis miedos, pensé que seríamos menos los que tendríamos que vivir en esta realidad si las voces se silenciaban. Sara jamás gritaba. Mis padres siempre lo hacían, pero tal vez sólo necesitaban un poco de silencio para poder contar las vidas que hacían falta para ser felices. Así que bajé las escaleras, hasta la cocina, luego a donde ellos discutían, me acerqué y luego ellos se silenciaron. La sangre parecía palpitar en el suelo, sus cuerpos conmocionados, tan ahí tirados en el suelo y el silencio de mi hermano, mientras me observaba, me observaba de la misma forma como yo veía a Sara.
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