Silvia
había comenzado el descenso por la cuesta de manera suave. Siempre le gustaba
comenzar las bajadas así, suave, sin pedalear, sobre su bicicleta roja y con
cinco marchas.
Era
finales de junio. Apenas corría el aire. El sol estaba en todo lo alto y no
había nadie que observara su hazaña. Creyó que ya era hora de darle duro a los
pedales cuando llevaba un tercio del
recorrido. El paisaje discurrió a toda velocidad. Muros coronados de cristales
y hierros oxidados, convertidos en finas líneas rojas y grises a sus flancos.
Ya
veía la meta. Una curva con un banco al lado de un olmo. El vértigo del final
le sobrevino desde el vientre hasta la coronilla. Derrapó, gruñó, y observó con
satisfacción cómo no perdía el equilibrio mientras ascendía el polvo sobre su
rueda trasera.
Exhaló
el aire que había contenido antes de detenerse y miró con orgullo la empinada
cuesta y la muerte segura que acababa de esquivar en último momento. A sus
nueve años se sentía la reina de toda la colina, la ciudad, el mundo entero.
-¡Silvia!
La
heroína de la colina se giró y vio llegar a sus amigos de verano (de verano
porque eran los únicos a parte de ella que no se irían de vacaciones fuera de
la ciudad). Eran Víctor y Pablo.
-¡Eh!
Creía que habíais quedado para ver Hora de Aventuras.
Ambos
chicos se encogieron.
-¿Recuerdas
la casa que está a la derecha del asilo abandonado? -dijo Víctor.
-¿La
de las paredes grises? ¿Esa que da tan mal rollo?
-Tu
madre nos dijo que estabas aquí, queríamos que vinieras a verlo tú también
–contestó Pablo.
Silvia
dudó un momento. Esbozó una media sonrisa y los acompañó para ver qué chorrada
se habían inventado.
Los
tres se plantaron frente a la verja oxidada. Bajo la luz del sol de las cuatro
de la tarde, sólo parecía una casa vulgar, vieja y abandonada, sin más. De vez
en cuando pasaba alguna persona con bolsas de la compra o algún coche a veinte
por hora. Víctor y Pablo se mostraban excitados, con una extraña complicidad
entre ambos. Se adentraron en el terreno de la casa. La hierba estaba crecida.
Las moscas revoloteaban. El olor de algún gato o rata muerta llegaba desde
alguna parte; aquello era lo más desagradable de la escena. Ambos chicos se
arrodillaron frente a la entrada sin puerta. Silvia permanecía detrás de ellos
sujetando su bicicleta roja.
-Ahora
mira, ¿vale? -dijo Pablo en un tono tan solemne que Silvia tuvo que ahogar una
risita aguda.
Ambos
chicos la miraron ofendidos por no tomarse aquello tan en serio como ellos.
Víctor
lanzó a la oscuridad de la puerta una pelota de tenis que llevaba en el
bolsillo. Cayó en la oscuridad opaca del interior sin emitir sonido alguno.
-¿Y
ahora qué? ¿Me vais a decir que si me atrevo a ir a por ella?
Ya
se disponía a entrar en la casa pero Víctor la agarró por el brazo.
-No,
espera… ¡Mira! ¡Ahí!