Jessica formaba parte de la tercera generación de Belteré,
y recordaba perfectamente el día en que habían cerrado la central térmica.
Durante años, la central había resistido los envites de la prensa y las
asociaciones medioambientales que estaban en contra de sus agentes
contaminantes vertidos a los cielos, los filtros de las chimeneas en mal estado
y un sin fin de normas de seguridad violadas por la compañía. Pero la mañana en
que el roble de la plaza de la iglesia apareció teñido por completo de negro, y
su subsiguiente revuelo viral en la red, fue el último golpe de gracia
necesario para que el mundo entero se le viniera encima. Irónicamente, el fin
de la central térmica fue también el final de la expansión de la ciudad. Jessica
lo recordaba, y también recordaba que aquel árbol le parecía el más bello que
jamás hubiera visto. Muchas noches de otoño se escapaba con su sudadera negra
vieja y sus cascos, a escuchar música apoyada contra su negra corteza, con las
ramas negras como el carbón bailando sobre su cabeza, dejando ver entre medias
alguna estrella lejana.
Jessica había vuelto a la ciudad escapando de los
problemas, nada raro o excepcional.
Se había divorciado, la habían despedido, y al pasear
entre los viejos postes de teléfono de los alrededores de la ciudad rumbo a
casa de sus padres, se recordaba a sí misma hacía cinco años. Recordaba todos
sus sueños, sueños que aún poseía, pero que había ahogado con una huida
prematura y una boda prematura. Siempre había huido, incluso por las noches
huía cuando se dirigía al árbol negro.
Llegó hasta la entrada de su antigua casa. Dentro la
estaban esperaban para cenar, pero decidió huir una última vez. Se soltó la
melena negra, se ajustó la sudadera, se colocó los cascos, deslizó su dedo
hasta la pestaña que ponía “reproducir” en la pista de audio que llevaba por
nombre “rock-árbol-negro”, y se dirigió a la plaza de la iglesia. Las calles
estaban desiertas, pues los martes a las once apenas había ya movimiento salvo
el de algún camarero guardando las mesas y sillas de las terrazas. Era otoño,
las avenidas estaban desiertas, y el aire era frío, pero no demasiado, lo
suficiente para ser disfrutado. Jessica sonrió, siempre le gustó imaginarse
así, por la calle, con su sudadera y música al borde del fin del mundo. Con
tales pensamientos, Jessica se topó de frente con el árbol negro. Se colocó la
capucha y se sentó apoyando el cuerpo contra la corteza negra. El árbol seguía
igual de negro, ni siquiera había perdido las hojas como era lo natural en
aquella estación. Miró por entre las ramas, pero el cielo estaba nublado y no
se veían las estrellas. La música cesó, pero sólo porque la estaban llamando
desde casa. Desvió la llamada, y la música continuó. Vio a lo lejos que la niebla
comenzaba a descender sobre la ciudad.
Es perfecto-pensó Jessica.
Otoño, frío, niebla, su música, su sudadera y su árbol negro,
pues aquel árbol era para ella, suyo. Y en parte, a ella le gustaba pensar que
también era de él.
Ya no había camareros recogiendo, ni maridos con cara de
resignación paseando perros diminutos. Estaba sola y la niebla ya estaba sobre
ella, la rodeaba sobre aquel islote de negrura sólida que era el árbol. Miró a
los lados y únicamente veía niebla, pero al mirar de frente, se le heló la
espalda, había una silueta humana entre la niebla, frente a ella.
Sólo estará mirando el árbol- pensó.
Pero de pronto, aquella figura negra se hizo más grande.
Se estaba acercando, corriendo muy rápido, aunque correr no sería la palabra
adecuada, ya que sus movimientos se desarrollaban como si sus articulaciones
estuvieran atrofiadas, y si con cada zancada todo sucediera a modo de diapositiva.
Pero cuando ya casi estaba sobre ella, aquella sombra chilló haciendo que los
tímpanos de Jessica rechinaran. Se levantó del suelo jadeando con la mano en el
corazón, sudando y con los ojos muy abiertos. Sus cascos colgaban sobre su
sudadera con la música sonando. Miró a ambos lados, y vio alguna sombra más
como la otra, moviéndose alrededor del árbol.