Había pocas cosas en la vida de las que Elena
estaba segura, sin embargo de nada estaba más convencida que de su profundo
odio por su madre. Solo pensar en esa mujer, que supuestamente debía significar
el mundo para ella, le producía jaqueca y una sensación de cólera que
tardaba minutos, casi horas, en calmarse.
Quizás no era para menos. La madre de Elena era una
persona desagradable, de lengua hiriente y a quien le importaba poco otra
persona que no fuese ella misma… aunque clamara que su amor por su hija era el
más grande de todos. Pero además de esto la mujer tenía un demonio propio que
la convertía en un ser torpe y agresivo, que se apoderaba de su cuerpo y de su
mente en las situaciones más diversas y que venía envasado en una botella de
vidrio. Botella que, tras treinta minutos de abierta, era reemplazada por otra
y luego por otra.
Elena ya no podía llevar la cuenta de la
cantidad de veces que tuvo que correr al médico porque su madre había
bebido unas botellas de más que la llevaron a abrirse la cabeza contra algún
mueble, la cantidad de noches que durmió con un bate bajo la cama para
protegerse si era necesario, la cantidad de insultos que tuvo que escuchar. Con
diecisiete años recién cumplidos la chica había vivido más de lo que a ella le
hubiese gustado vivir. Su padre había muerto en un accidente de
transito hacía ya cinco años y Elena se sentía completamente sola. Sentía como
si el peso del mundo recayese sobre sus débiles hombros.
Acostada sobre su colchón y mirando hacia el techo
taciturnamente, cada noche pensaba en encontrar una salida de aquel laberinto.
Fabulaba fantasías prohibidas de pequeñas dosis de cianuro que accidentalmente
se mezclaban con el champagne, pantuflas que se enredaban en las escaleras,
tuberías de gas que eventualmente desarrollaban pérdidas y cigarrillos
encendidos que las descubrían. Pensamientos que nunca quedaban más que en su
mente y eran borrados por el sonido sordo de una silla que se golpeaba, un vaso
que se caía, o gritos incomprensibles que salían de esa lengua trabada y
pastosa que aparece después de la cuarta copa. Las lágrimas no dejaban de caer
de los ojos de Elena, dejando su blanco cutis ardido y enrojecido, mientras las
manos comenzaban a temblarle y un monstruo violento y voraz golpeaba su pecho
intentando salir. “Acá vamos de nuevo” pensaba entre sollozos mientras echaba
llave a su cuarto y se ponía sus auriculares para acallar el sonido. Si había
algo que Elena odiaba además de a su madre, era su vida.
Luego de una hora, por lo general, el ruido cesaba
y entonces ella bajaba a ver los daños: un plato roto,
un televisor tumbado, una alfombra vomitada… eran los favoritos de su
madre. Pero la imprudente mujer nunca recibía heridas serias. “Años y años te
esperan de lo mismo” pensaba para sí misma la cansada adolescente, cuyo rostro
ya comenzaba a mostrar el castigo del estilo de vida que su progenitora había
escogido para ella.
Una fría noche de Julio, Elena hacía su habitual
recorrido por los pasillos de la casa en busca del saldo de destrozos de la
noche. Cuando llegó a la cocina su corazón dio un tumbo y comenzó a galopar en
su pecho. Allí estaba su madre, inerte en el suelo, descansando en un
charco de sangre. “Muerto el perro se acabó la rabia” pensó y esbozó una
pequeña sonrisa. Con una sensación que le pareció eufórica, se acercó corriendo
hacia la mujer y le tomó el pulso. Normal. Solo tenía una herida superficial en
la cabeza… de esas que sangran demasiado para el tamaño que tienen. Sintió desilusión.
Sí, ese sentimiento era desilusión, no había la menor duda sobre eso.
“Muerto el perro, se acabó la rabia”, volvió a
pensar mientras se retiraba. La solución ya era ineludible… su madre no moriría
sola y ella no quería vivir una vida donde tuviese que hacerse cargo de ese
pesado bulto que olía a whisky barato.
No se detuvo a pensarlo. Solo iba a esperar que su
madre estuviese despierta y sobria. Quería que
tuviese el nivel de consciencia suficiente como para entender qué ocurría y por qué era su culpa lo que estaba pasando.
tuviese el nivel de consciencia suficiente como para entender qué ocurría y por qué era su culpa lo que estaba pasando.
Esa noche no durmió. Su cuerpo se estremecía de
gozo al pensar que pronto todo su sufrimiento terminaría.
El sol salió, y ella se preparó para la acción.
Tomó el bate oxidado que guardaba bajo su cama y se sentó a esperar el
sonido de la cafetera poniéndose en marcha. Su estomago empezó a darle golpes
de excitación cuando por fin escuchó el crujir de los granos de café que se
molían… “Yo te quitaré la resaca, no te preocupes”, pensó mientras sonreía.
Caminó lentamente, saboreando cada macabro
instante. Llegó a la cocina y entró. Su madre, que se dio vuelta a saludarla
cuando escuchó sus pasos, la miró asustada y ahogó un grito en cuanto su hija
alzó el bate por sobre su cabeza.
Elena descargó el bate contra la piel y sintió cómo
los huesos crujían y se rompían. Lo levantó y lo volvió a bajar con una
fuerza sobrehumana, una y otra vez, sobre cuanto lugar pudo. Las piernas y los
hombros eran los lugares a los que menos le costaba atinarle. El placer era
inmenso, sentía como si sus problemas se enjuagaran en una catarata de sangre.
Los gritos y plegarias de su madre eran cada vez más fuertes. Golpeó la cabeza
y la abrió, pudo sentir los sesos derramándose en sus manos. La sangre le
empapó el rostro y ella se relamió con macabro regocijo. Siguió golpeando
brutalmente hasta que dejó de escuchar los gritos. Allí en el charco de sangre,
abatida por la emoción, se dejó caer, exhausta.
Cuando los oficiales de policía llegaron a la
escena se llevaron una desagradable sorpresa. Arrestaron inmediatamente a la
mujer con síntomas de ebriedad y largo historial clínico, negándose a creer sus
disparatadas excusas. Después de todo, ¿quién sería capaz de apalearse a sí
mismo hasta la muerte?
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