Sebastián me contó que sus hermanos eran diferentes. Cuando llegué a la
casa los dos estaban jugando en el suelo, haciendo ruidos guturales que
solo ellos entendían, pues parecían comunicarse con ellos; eran gemelos.
Había entablado amistad con Sebastián en la escuela, y en esa
ocasión me invitó a pasar el día en su casa. Ambos teníamos nueve años;
sus hermanos seis.
Su casa era enorme, y a esa edad me pareció un
palacio. Cuando entramos a la habitación donde tenían los juguetes quedé
con la boca abierta. Tenían estantes y estantes repletos de juguetes de
todo tipo, también había cajas donde se amontonaban algunos. Los
hermanos de Sebastián se entretenían “hablando” entre si con aquellos
sonidos incomprensibles para los demás.
- ¿Ellos no juegan? -le pregunté a Sebastián, con la imprudencia y falta de tacto que tenía a esa edad.
- Antes jugaban -me contestó-, pero últimamente no, ya no les gustan estos juguetes.
- Nos gustan los muñecos de la ventana -dijo uno de ellos, volviéndose hacia nosotros.
- Sí, los muñecos de la ventana -afirmó el otro, señalando la abertura.
Sebastián se notó algo sorprendido, evidentemente creía que no estaban
prestando atención a lo que hablábamos, y creo que no escuchaba muy
seguido la voz de sus hermanos.
- ¿Los muñecos de la ventana? -pregunté, y miré hacia la única ventana que tenía la habitación.
- Es algo que inventaron -me susurró Sebastián.
Jugamos casi toda la tarde. Después tomamos té junto a sus padres en un
salón inmenso. Aquello no estaba mal, comparado con comer un trozo de
pan con manteca sentado en un escaloncillo del fondo de mi casa, sin
embargo, no cambiaría el familiar escenario donde el sol descendía
filtrando rayos de luz entre los naranjos, por la vastedad fría de aquel
salón.
Les caí tan bien a los padres de mi amigo que me invitaron a
cenar. Cuando acepté fueron hasta mi casa (porque no teníamos teléfono)
para avisarle a mis padres.
Bajo las sombras de la noche aquel
inmenso hogar me resultaba ahora algo inquietante. Cualquier ruido se
amplificaba y deformaba al pasar por las inmensas habitaciones.
Mirábamos
televisión cuando los hermanos de mi amigo voltearon a la vez hacia un
corredor, como si los hubieran llamado, se levantaron y fueron rumbo al
salón de los juguetes. Poco rato después tuve que ir al baño. Cuando
volvía por el corredor recordé lo de los muñecos de la ventana.
La puerta donde se hallaban los gemelos estaba entornada. Los dos
estaban sentados en el suelo, con la vista levantada hacia la ventana, y
sonreían. Entonces entré a la habitación y también vi a los “muñecos”.
Eran dos monstruos pequeños, como duendes, tenían la cara ennegrecida y
lucían rasgos demoníacos, pues tenían cuernos y cabeza alargada. Se
movían como si estuvieran danzando o representando algo. Estaban tras el
vidrio. Al verme se desvanecieron, pero antes dijeron algo
incomprensible. Inmediatamente los gemelos me miraron disgustados.
Después de aquel susto ya no quería quedarme allí, pero de todas formas esperé la cena.
Nunca
más volví a pisar aquella casa, y no mucho después toda la familia se
mudó de ciudad, y desde esa época la casa está abandonada.
-Jorge Leal
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