Despertó al oír el clic de la puerta cerrándose.
Era medianoche: la luna brillaba
fantasmagóricamente en el cenit de los cielos y todos descansaban con
tranquilidad en sus hogares. Todos excepto el pequeño Will, que miraba
desorbitado a la inexorable oscuridad, con la gigante camiseta de los
Yankees transpirada, y el corazón acelerado a punto de catapultarse de
su pecho.
La habitación era un completo manto negro
y sordo de misterios. La luz del pasillo, que se encendía para su
tranquilidad, había quedado atrás cuando la puerta se cerró. No lograba
oír casi nada: ni al gato de su abuela merodeando en la noche, ni a las
ventanas zumbando por el fuerte viento de diciembre. Sólo alcanzó a
percatar, aguzando el oído con esfuerzo, un leve crujido, como el de
ramitas quebrándose bajo una pisada, que se repetía persistentemente.
Trac, trac, trac. Trac, trac, trac.
Con movimientos ágiles se destapó,
empujando con las dos piernas la pesada manta de lana. Necesitaba
sentirse libre para alcanzar el velador junto a su cama y encenderlo
rápidamente, sin tener que prestar su diminuta mano a la incertidumbre
de la oscuridad.
Se estiró hasta palpar con la yema de los
dedos un pompón peludo, y más arriba comprobar que estaba unido al
cordón que accionaba el velador.
Trac, trac, trac. Trac, trac, tr…
El traqueteo se detuvo inesperadamente, paralizando a Will a punto de encender la luz, en medio de la hambrienta penumbra.
—Shhhhh —chitó una voz frágil y arenosa.
Soltó el cordón aterrado y giró hacia la
misteriosa voz que provenía desde sus espaldas. Buscó bultos y formas en
la negrura, pero todo se veía igual de llano y azabache
—¡Shhhhh! —repitió la enigmática presencia con más violencia y autoridad.
Will abrazó con fuerza la almohada y se
entregó por completo al pánico: en su mente sólo se dibujaba la imagen
de su mamá entrando a la habitación. Las lágrimas no tardaron en
estallar su angustia silenciada.
—Shhhhh. No llores maricón —dijo amenazante, y agregó—: Soy la abuela, Will, duérmete ya.
Mamá llegará cuando amanezca.
Y repentinamente todo tuvo sentido.
Imaginó a la anciana, con los ojos cerrados bajo sus gruesos lentes,
dormitándose con los movimientos placenteros de la mecedora, esperando
que su nieto pudiera conciliar el sueño en su primera noche lejos de
casa.
El corazón fue disminuyendo sus latidos y
la oscuridad siniestra fue transformándose en un velo plácido de
sueños. La almohada que enjuagó sus lágrimas ahora era morada de
fantasías intrusivas.
«La abuela me vio llorar. ¡Qué ridículo s…».
«La abuela me vio».
«¿Cómo pudo verm…», pensó el pequeño Will espantado.
Con desesperación tiró zarpazos al aire hasta encontrar el cordón que encendió la mortecina luz del velador.
El cuarto se iluminó: dos ojos verdes
brillaban como piedras preciosas. El gato de la abuela miraba a Will con
cierta complicidad bromista desde la mecedora.
Abrió apresuradamente la boca y
desenrolló una gran lengua áspera y amoratada, la lengua de la abuela.
Una bola pegajosa de cabellos blancos salió despedida desde la garganta
del animal hacia la falda del niño.
—Dije que duermas, maricón —dijo el gato enfurecido y rió humanamente antes de desaparecer en las sombras.
(Cuento original basado en el relato de un niño autista, William Morrison, que dice haber escuchado la voz de su abuela desaparecida dentro de su gato, al que misteriosamente tampoco hallaron la noche de los sucesos. Este relato participa en el concurso online de microrrelatos foscos “Estoy Contigo”).Twittear
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