En el patio trasero de la casa había un
gran árbol. Viejo, seco, ruinoso, que llevaba allí desde hacía muchos
años. Era blanco, como el hueso, y sus grietas eran negras, como si se
hubiera quemado desde adentro. Casi llegaba a la altura de la casa y su
sombra era ominosa. No tenía hojas; en vez de eso, largas cuerdas iban
de rama en rama, confeccionando una extraña decoración que, de alguna
forma, se hacía amenazadora.
Porque el Viejo Árbol daba respeto: se
alzaba sobre un pequeño terreno lleno de hierba seca, en el patio de una
antigua casa abandonada hace muchos años, perdida en medio del campo, a
kilómetros y kilómetros de la ciudad más cercana. Casi todos los días
soplaba viento, y absolutamente todos los días la zona entera permanecía
inmóvil.
Las ramas no se movían, la cuerda no se
movía y la hierba ya no danzaba con el viento. Como mucho se podía oír
de vez en cuando los gemidos de las viejas vigas de madera de la casa.
Solo una valla de metro y medio separaba
el patio del exterior, y, aún teniendo claramente décadas de antigüedad,
permanecía intacta. La pintura se había caído, sí, y la madera estaba
astillada, pero aguantaba. Fue hecha para durar.
Era irónico, porque a la casa la acabaron
bautizando como “La Casa del Árbol”, a pesar de haber tenido otro
nombre, ya perdido. Parece ser que aquella maravilla de la naturaleza
acabó cobrando más importancia que el lugar en donde se encontraba.
Parece ser, que el árbol era la figura central… ¿de qué?
Bueno, como todos los lugares antiguos,
este lugar tiene sus leyendas y habladurías. El árbol… empezó a llamar
la atención de ciertas minorías muy extrañas, que visitaban a los dueños
y les pedían permiso para pasar al jardín a contemplar el Viejo Árbol.
Al principio el propietario no se molestó demasiado, y permitió aquel
curioso turismo. Pero la cantidad de gente que venía de visita aumentó
más y más, no significativamente, pero sí lo suficiente como para crear
una sensación de incomodidad y asfixia en el propietario, quien acabó
por prohibir las visitas. Aun así, su paz no duró mucho.
Estas visitas siguieron dándose, pero por
la noche, cuando el propietario dormía y no advertía a los intrusos que
hacían misteriosas reuniones al pie del árbol. Precisamente, fue una de
estas mismas reuniones la que le hizo darse cuenta de lo que ocurría en
su jardín, al desatarse un incendio en él. Un incendio que arrasó todo
el césped y las hojas del árbol, pero nada más, por suerte para él.
Pero el incendio trajo más problemas una
vez extinto: se encontraron dos cuerpos calcinados tras sofocarlo,
colgados del árbol. Uno adulto, y el otro de tamaño reducido.
Al ser el propietario el único habitante
de la casa, cuando la policía llegó y encontró el panorama rápidamente
se le acusó de doble asesinato. Él denunció la actividad que había
estado tomando lugar en el patio, pero nunca se pudo comprobar.
Afortunadamente, la investigación que se
llevó a cabo lo exculpó, y fue puesto en libertad. Sin embargo, nunca se
encontró al autor o autores del aquel macabro escenario. Dicen que a
causa de todo esto, el propietario cogió sus pertenencias y abandonó la
casa para siempre, ya que nunca más se supo de él.
Actualmente nada cambia en la Casa del Árbol, ni en el Viejo Árbol. Todo está quieto; nada se mueve.
O no.
Si uno se atreve a entrar en el recinto y
con cuidado se acerca al gran árbol, podrá ver las cuerdas mejor. Podrá
incluso apreciar mejor su disposición entre las ramas. Puede que si va
más días, aprecie… que hay más. Que, cada cierto número de meses, una
cuerda más se suma al completo.
Si uno se atreve a subir al alto árbol y
acercarse lo máximo posible a las ramas, quizás podrá ver que lo que
parecían simplemente cuerdas, tienen una forma rara. Están anudadas, de
forma que confeccionan sogas, firmes y ásperas.
Es más, si uno se atreviera a agacharse
al suelo y tocarlo con la mano, quizás podría apreciar que no tiene la
misma consistencia que la tierra contigua.
Puede que, en un golpe de suerte, se
encuentre con una sección de tierra suelta, fresca, como si hubiera sido
removida hace poco.
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