Decidí comprar el revólver después de la primera vez que nos robaron, costó mucho menos que todo lo que se llevaron. Vaciaron la casa, los billetes los encontraron debajo del pato de barro negro. Después de tirar todo se fueron. Mi mujer siempre me decía que tener un arma en la casa era muy peligroso, que mejor lo reportara con la policía.
Terminé riendo mientras lo recordaba, aproveche el tiempo para poner el cañón dentro de mi boca. El metal era frío, pero no tanto como lo sería la bala, saqué el tambor y solo una bala quedaba dentro. Lo volví a meter y lo giré hasta perder la ubicación del proyectil.
Sólo esa bala había quedado allí después de tantos años. La segunda vez que nos robaron ya lo tenía, tres sujetos con guantes del mercado y pasamontañas entraron en la casa, uno traía una 9mm., otro una bolsa y el tercero nada. Sabían a lo que iban, no nos dijeron nada, nos apuntaron a la cabeza y nos hicieron tirarnos al suelo de la cocina. El sujeto de la bolsa revisaba qué teníamos de valor, el de la pistola nos apuntaba y el otro veía si nadie se había dado cuenta.
Cuando terminó de revisar todo, el de la pistola nos preguntó por alhajas y billetes. Los billetes los habíamos ocupado en la comida y las alhajas estaban empeñadas. No nos creyó, llevaron a nuestro bebé para amenazarnos.
Mi mujer se levantó para tomarlo, pero el sujeto de las ventanas la golpeo y el de la 9mm, le disparó a la pierna. Tomé el revólver de la alacena de la cocina. Un sonido hizo retumbar las paredes, seguido de otro y otro y otro, uno de los ladrones, el de la bolsa, tenía un hoyo en la pierna, el de las ventanas tenía otro en un hombro y el de la pistola tenía dos en el pecho.
Un vecino dio aviso a la policía, no creyeron que fue en defensa propia (pinches polis), aún cuando vieron el cuerpo de ella en el suelo. El tipo con el hoyo en la pierna tomó la pistola y se echó a correr antes de que llegaran, los otros se quedaron tumbados en la sala.
Me encerraron por mucho tiempo. Cuando salí mi hija tenía trece años. Mi mujer muy diferente, mi casa había cambiado. Nada se parecía y yo no me sentía igual. Tal vez era el hecho de haber matado a alguien. Aguanté un año mas así, pero ya no pude, fue entonces cuando saqué el revólver y lo metí en mi boca.
Mi dedo se posó temblorosamente sobre el gatillo, mis ojos, siendo presas del mismo temor, se cerraron con una lentitud similar a con la que tiraba del gatillo. Un solo ruido se apoderó de todo el cuarto… Pero las paredes no se mancharon de rojo. Di un suave golpe al tambor y al abrirse vi que la bala había quedado a un orificio antes del tiro que di. “Aun no me quieren allá”. Devolví la pistola al cajón mientras mi hija me decía que era hora de comer.
Autor: Martín Coca
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