Por favor, no me preguntes en dónde trabajo. No te diré la
escuela. No te diré la ciudad. Ni siquiera te diré el estado. Es mejor que no
lo sepas.
Trabajo
como oficial de policía del campus. «CamPo», como nos llaman los estudiantes. Y
he visto cosas. Tú pensarías que es un trabajo fácil, cuidar a chicos blancos
acomodados y privilegiados haciendo cosas de chicos blancos acomodados y
privilegiados. Pero no lo es. Es aterrador. Y creo que eso es porque estuvimos
condicionados a creer que los monstruos deben mostrarse a sí mismos. Que
podemos distinguirlos de una multitud.
«Dibuja
un monstruo. ¿Por qué es un monstruo?». Janice Lee dijo eso. Y esa es una
pregunta válida. ¿Qué hace a un monstruo un monstruo? Estamos acostumbrados a
categorizar a los monstruos como esas cosas deformadas y grotescas. Pero la
verdad es que los monstruos reales no se ven así. Se ven como gente normal. Se
ven como tu vecino, se ven como tu madre, se ven como tu padre. Y, a veces, se
ven como chicos blancos acomodados y privilegiados.
Su
nombre era Joshua Simmons. Ese no es un nombre falso. Sé que no es ético usar
nombres reales en este tipo de cosas, pero él no se merece la cortesía del
anonimato. No importa, de todos modos. No vas a encontrar nada en él. Sus
padres se aseguraron de eso. Incluso después de todo, supongo que el dinero
hace que el mundo se mueva, y el universo se lo comió. Pero estoy
adelantándome.
Joshua
Simmons se veía como alguien normal. Y para todos los efectos, eso es
exactamente lo que era. Un hombre adulto joven de la variedad de fraternidades
que pensaba que el mundo se trataba sobre él. Ya conoces ese tipo. Y eso es lo
que opinaba sobre él, hasta que las chicas empezaron a entrar.
Habían
demasiadas. Dios, habían tantas. Primero, segundo, tercer y cuarto año. Chicas
que iban a esa escuela y chicas que no. Y todas ellas tenían dos cosas en
común, y eso era que cada una tenía algo que les faltaba que se supone que
debía estar ahí, algo desagradable pero importante, y que cada una de ellas
estaba ahí para hablar de Joshua Simmons. Y tuve que escuchar cada una de sus
historias, y tuve que tratar de decirles que a menos que estuvieran dispuestas
a testificar, no haríamos ni una maldita cosa.
Creo
que… creo que al principio no quería creer que era él. Que pudiera ser él,
pudiera ser alguien que conocía, alguien que veía todos los días. No quería
creer que él podía caminar sobre las escenas de sus crímenes como si nada
estuviera mal, como si fuera otro día más. Quería pensar que era alguien más,
un intruso, un desconocido o, si era un estudiante, uno de mis estudiantes; al
menos que se sintieran culpables por eso. Que se los estaba comiendo la culpa.
Que no pudieran ir a clase, que ni siquiera pudieran levantarse sin vomitar
después de hacer algo así. Pero Joshua sí fue a clase, y lo hizo bien. Jugó en
todos los partidos de fútbol del equipo. Fue a todas las fiestas. Siguió
viviendo la vida como si nadie pudiera tocarlo. Y por un largo, largo tiempo,
no pudimos.
Y
luego Amy apareció. A diferencia de Joshua, Amy no es su verdadero nombre, y no
te voy a decir cuál es. Es todo lo que pude hacer por ella, pero se merece ese
poco.
Amy
no era como las demás «No como las demás chicas»… es un dicho que nunca toleré.
¿Qué significa, «como las demás chicas»? No significa nada. Es un índice que
usan los idiotas para describir a sus maníacas chicas mágicas. Pero cuando digo
eso, no me refiero a que no fue como ninguna otra chica antes. Digo que no era
como las chicas que vinieron después.
Había
algo en ella que me ponía nervioso, hacía que se me pusieran los pelos de la
nuca de punta. Algo peligroso en la forma en que veía a las personas, como si
hubiera perdido todo y más. «Nunca pongas a alguien con la espalda contra la
pared». Mi padre solía decir eso todo el tiempo. «Nunca pongas a alguien en la
posición donde no tienen nada que perder y todo que ganar». No era la forma en
que ella actuaba, exactamente. Si tuviera que resumirlo todo a una sola cosa,
diría que eran sus ojos. Dicen que los ojos son la ventana del alma, y si eso
es cierto, no sé qué diría sobre ella, porque sus ojos estaban muertos. Fríos y
sin emoción y salvajes, como si pudiera arrancarte la garganta con sus dientes
sin siquiera parpadear. Y la diferencia entre Amy y las demás chicas es que
ella estaba lista para testificar.
El
juicio fue en noviembre, justo antes del Día de Acción de Gracias, y recuerdo
que no tenía nada para agradecer. No por estas chicas. Y Amy contó su historia.
No lloró. Su voz no se estremeció. Ella ni siquiera miró a Joshua Simmons,
sentándose tres metros lejos de ella, sonriendo como si supiera que era
intocable. Ella contó su historia y el cuarto entero estaba en silencio. Y cuando
terminó, se sentó ahí en silencio hasta que el abogado le hizo unas preguntas;
e incluso esas las respondió tan calmada como era posible. Y cuando fue
descartada y se fue a sentar, la audiencia entera comenzó a hablar en voz baja
hasta que el juez pidió orden en la sala.
El
resto del juicio fue un borrón. Sé que había testigos que estaban ahí para
atestiguar la integridad de Joshua. Sé que sus amigos estaban ahí para
excusarlo. Sé que Joshua Simmons se comportó tan arrogante como podía ser, y sé
que quería usar la Biblia sobre la que él había jurado para aventársela a la
cara convirtiéndola en una pulpa sangrienta. Pero no recuerdo las preguntas que
hicieron, ni las respuestas que dieron. No recuerdo nada desde la mirada que
Amy me dio luego de testificar. Después de eso, recuerdo haber esperado,
sostenido mi respiración, rezado por que el juez tomara la decisión correcta.
Recuerdo pensar que la verdad estaba justo ahí, tan cerca que genuinamente
cualquier persona podría verla. ¿Cómo no podrían?
Joshua
Simmons fue declarado inocente. Y en ese momento, lo supe. Supe lo que
significaba para alguien estar sobre la ley. Supe lo que significaba para
alguien ser intocable. Y quería matarlo. Quería estrangularlo, borrándole esa
media sonrisa arrogante en su cara y hacerle entender lo que significaba tener
miedo. Pero no lo hice. Porque soy un oficial de la ley y eso significa
seguirla aunque no esté de acuerdo con ella. «Bueno —pensé—, hicimos lo que
pudimos». Pero en realidad no creía eso, y no se sentía de verdad. Pero no
había nada que pudiera hacer.
Y
pensé que eso era todo hasta que recibí la llamada dos semanas después.
Encontraron
a Joshua Simmons en una cabaña abandonada tres horas lejos del campus. Fueron
capaces de salvarlo, pero creo que quizá esa fue la intención de Amy a pesar de
todo. Ella fue cuidadosa con la forma en la que lo lastimó. Quería que él
viviera con el recuerdo. Quería que él viviera con las cicatrices.
Hubo
un segundo juicio, por supuesto. Y recuerdo haber pensado: «Aquí estamos de
nuevo». Pero no era lo mismo. No realmente. Un crimen que nadie creía que fuera
un crimen, y un acusado que nadie creía que fuera un criminal.
Amy
volvió al estrado y calmada contó la historia como si estuviera hablando del
clima, como si no tuviera contacto con la persona que lo hizo. O quizá como si
no le importara. Como si estuviera más allá de importarle. Eso es algo que da
miedo ver. Alguien que está más allá de importarle. Es como que la gente pierde
un poco de lo que los hace humanos cuando llegan a ese punto.
Describió
cómo se acercó a él en la fiesta, cómo le coqueteó, cómo lo tentó. Cómo lo
sedujo. Habló sobre cómo le dio la bebida con droga. Jugó con su deseo, y una
vez que sus ojos se comenzaron a cerrar, le había susurrado toda clase de
fantasías en su oído, que solo podrían cumplirse si él se iba con ella. Y lo
hizo.
Lo
condujo afuera de la fiesta hasta su auto. Para ese momento ya le costaba
caminar. Para cuando llegaron a la cabaña de Amy, él no podía mantener los ojos
abiertos, y lo supo. Supo que algo iba horriblemente mal. Pero no tenía la
fuerza de voluntad para luchar contra eso. «¿Qué me hiciste? —dijo arrastrando
las palabras—. ¿Qué me hiciste?». Y Amy vio al juez directamente a los ojos al
dar la respuesta a esa pregunta: «Oh, cielo, no te he hecho nada aún, y no haré
nada más de lo que te mereces».
Lo
metió en la cabaña y lo encadenó a la mesa del comedor. Cada miembro a cada
pata del mueble. Luego esperó hasta que se despertara.
«Él
gimió como un banshee —dijo Amy—. Gritando y llorando como un bebé. Y rogó. Oh,
cómo rogó». Pero Amy no había hecho todo eso para negociar con él. No estaba
interesada en un trato porque no había nada que él pudiera ofrecer que ella
quisiera. Ella tenía un propósito en mente, y había hecho un plan, y se iba a
apegar a él.
«Paró
de gritar cuando vio el cuchillo —dijo ella—. Empezó a susurrar como si
estuviéramos en la iglesia. Pero he aprendido una cosa de todo esto, y es que
Dios no es real. Y si lo es, no está escuchando ni una puta cosa de lo que
decimos».
Ella
dijo que él empezó a rezar. Empezó a implorar. Empezó a invocar a todas las
deidades que conocía entre gritos.
«La
piel era tan fácil de cortar, como papel de seda mojado rompiéndose bajo mi
roce». Cuando terminó, dijo: «Su pene había sido cortado en cuatro partes
exactas, de forma perfecta. Como un hot dog cortado a lo largo». Ella sonrió a
esto, la primera vez que vi que su cara se iluminó desde que entró a mi
oficina. El día en que todo cambió.
No
lo hizo todo de una vez. Él seguía alternando entre desmayarse y despertarse en
una niebla, demasiado drogado con las endorfinas que su cerebro estaba
liberando para entender qué estaba pasando. Ella esperó, esperó hasta que él se
diera cuenta del horror que venía.
«Le
pregunté si quería —dijo, y su voz se volvió atroz—. Le pregunté si quería que
continuara, y dijo que no, y lo hice de todos modos. Le dije que seguro que lo
quería porque su pene estaba duro cuando empecé y siguió así hasta que
terminé».
Siguieron
los testículos. Usó un escalpelo para separarlas el una del otra, y luego usó
un martillo para destruirlos. Y cuando estaban aplanados, los cortó y aserró
las cuatro partes de su pene y le dijo que se los comiera. «Ponlos en tu boca
—dijo—. Ponlos en tu boca y chupa. ¿No es eso lo que me dijiste a mí? ¿No fue
eso lo que le dijiste a las otras chicas?». Él estaba llorando y ella forzó
esos pedazos sangrientos dentro de su boca. Empujó y le tapó la nariz. Y se los
comió. Le hizo comer sus propios genitales, y lo hizo muy cuidadosamente. Lo
hizo tomar cada gota de su propia sangre.
Luego
llamó a los reporteros. No les dijo lo que encontrarían, solo que seguramente
querían ser los primeros en descubrir la noticia. Les dijo adónde ir y cómo
llegar ahí. Que la puerta estaba abierta. Que trajeran sus cámaras. Después
condujo a la estación de policía, con ropa sangrienta y todo, y se entregó.
«El
bastardo ni siquiera me recordaba», se rio Amy. Recuerdo esa parte
distintivamente. Se oía como cuando estás más allá de que te importe.
«Ni
siquiera me recordaba. Ni siquiera recordaba mi nombre».
De
todo lo que dijo, eso fue lo que más me enfermó. Loco, ¿no? Como la cosa más
inofensiva puede ser lo que te empuja al nerviosismo.
El
juez volvió antes de que se cumpliera una hora. Inocente por razones de locura.
Y quería llamarlo una victoria, pero luego recordé la forma en la que Amy se
rio, y supe que no era una victoria. Porque no había perdido el juicio, había
perdido algo más importante y mucho más definitivo que una decisión en la
corte. Y cuando la estaban llevando lejos, me miró y sonrió.
A
veces me pregunto cuántas chicas había. Cuántas no declararon. Cuántas hasta
este día ni siquiera saben, no se acuerdan suficiente de esa noche para reunir
las piezas y descubrir lo que les hicieron. Me pregunto cuántas chicas habrá
salvado Amy. Me pregunto cuántas veces la persona equivocada cae por el costo
de la retribución. Me pregunto cuántas veces el precio es algo que no puede ser
devuelto. Y no sé. No lo sé.
No
se confundan, Joshua Simmons es cien por ciento el antagonista de esta
historia. Las cosas que hizo fueron más allá de lo monstruoso. Pero la peor
cosa de todo esto es que no sé si Joshua era un monstruo. Creo que podrías
hacer un caso con eso. Pero a veces me siento en el balcón a fumar y a
preguntarme si él simplemente era una persona.
Quiero
creer que el mal es el verdadero culpable, que las personas son solo un
conducto para que la oscuridad actúe a través de ellos. Eso hace a las cosas
más fáciles. Eso hace que sea más fácil declarar, superarlo. «Lo hizo sin
pensar». «Él no sabía qué estaba haciendo». «Aprendió su lección». Si la
persona no está viciada por sí, entonces hay una fuerza exterior actuando sobre
esa persona.
Y
quiero creer en eso, pero creo que la verdad es que él sí estaba pensando, que
sabía qué estaba haciendo, que la única cosa que aprendió es a no ser visto la
próxima vez. Porque con gente como Joshua, siempre hay una próxima vez.
Si
no es una fuerza del exterior, si no hay otra persona que hizo que Joshua
hiciera las cosas que hizo, entonces fue él. Solo fue una persona. No un
monstruo. Solo un hombre.
Y
lo que asusta es que eso es lo que somos, solo personas. Y si Joshua pudo
hacerlo, ¿entonces quién dice que no podemos? ¿Quién dice que no podemos tomar
a una persona como Amy y destruir su humanidad?
¿Qué
hace a un monstruo un monstruo? Estamos acostumbrados a categorizar a los
monstruos como esas cosas deformadas y grotescas. Pero la verdad es que los
monstruos reales no se ven así. Se ven como gente normal. Se ven como tu
vecino, se ven como tu madre, se ven como tu padre. Y a veces, se ven como la
persona que ves en el espejo. Y eso es lo más aterrador de todo esto.
Historia
escrita por - Novacia
Traduccion
- Spoby
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