Levantó la cabeza
al oír el crujido de la pesada puerta de madera, y en el céfiro
místico de las luces de las velas asomó Anne. La niña se adentró
lentamente, dejando traslucir primero dos grandes cuernos y luego una
intrincada corona de espinas. De los huecos del cráneo afloraba su
mirada azul e inescrutable.
- Anne, ¿qué haces a esta hora de la noche jugando con mis cosas? – dijo su abuela entre risas.
Repentinamente las luces brillaron con
intensidad: todo se volvió de un anaranjado enfermizo. Anne continuaba
parada en silencio, con la mirada imponente atornillada en la anciana.
Llevaba puesto un camisón de conejos con vuelos y unos viejos borsegos
de cuero. El cráneo de toro que usaba como máscara se alargaba hacia
abajo, terminando en una inmortal sonrisa dentada.
- Anne, ¡respondeme! – exigió su abuela con voz áspera e imperativa.
El aire de la habitación se tornaba
lentamente más pesado y húmedo, con un innegable olor a azufre. Las
sombras de los muebles se retorcían hasta formar siniestras y delgadas
presencias en las paredes.
- Es cuestión de principios, ¿no? –
dijo la niña sorpresivamente con voz calma y madura – Pero no hay
principios en esto, ¿no crees Emelinda? Sí que sabes de eso.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la anciana. Sus ojos se cristalizaron de inmediato.
- ¿Anne? – preguntó tímidamente Emelinda. – No juegues con estas cosas preciosa, me estás asustando.
- Selección natural. – contestó en
tono inmutable. – Se aplica perfectamente en vida, pero deberías
entender que lo nuestro es algo más trascendental que la ley del más
fuerte.
- ¡Niña! – profirió la anciana, irguiéndose de un salto. – ¡Ve a tu cuart…
- ¡Anne no está aquí! – dijo bruscamente.
Emelinda la contempló, amenazante, y con el
rabillo del ojo vio a las presencias reptar y anudarse hasta forjar un
gran árbol, del que pendía una escalofriante y solitaria horca. La
sombra de la niña se retorcía brutalmente a sus pies, como si algo
monstruoso estuviera por nacer allí.
Su corazón dio un vuelco. La mirada azul que se ocultaba no era de Anne y ella lo sabía.
- ¡¿Quién eres?! ¿Dónde… está mi nieta? – preguntó espantada.
- En un lugar muy oscuro y frío. –
respondió. Una cruel sonrisa se desplegó debajo del cráneo de toro. – Se
ha ido por siempre.
- ¡Te exijo que me develes tu nomb…
- ¡Mi nombre es Bathsheba! – bramó enfurecida, levantando los brazos gloriosamente.
La anciana la miró desorbitada, con las manos en la boca conteniendo el pánico a punto de estallar.
- ¿Me recuerdas Emelinda? Siempre
has sido memoriosa. ¿Recuerdas lo bien que repetías las misas negras?
Palabra por palabra. – prosiguió lánguidamente mientras se acercaba unos
pasos y disfrutaba a la vieja desplomándose de rodillas. – Yo te
recuerdo muy bien. A ti y a las otras que me ahorcaron ese invierno.
- P… Perdón Bathsheba, te lo ruego, ¡perdóname! No fue mi decisión. – dijo Emelinda con la cara llena de lágrimas.
- Me recuerdas… ¿Cómo olvidarme?
Mis manos arañando la cuerda maciza y mis pies temblando histéricos ante
el peso de la muerte. Ustedes riendo hasta llorar. Todo vuelve a mis
ojos mágicamente, Emelinda. Te veo allí, joven y hermosa, con
aspiraciones de grandeza, a punto de incinerar mi cuerpo casi muerto.
- ¡Te lo ruego, Mi Señora! –
- ¡Oh! – profirió jocosa. – Hace
tiempo que no escuchaba a alguien llamarme así… No está mal, sólo es un
poco anticuado, ¿no? Desde que me mataron supongo que no hubo líder. ¿O
acaso se mutilaron unas a otras y tengo a la ganadora frente a mí?
- Fueron ellas. – susurró. – Ellas lo planearon. ¡Fueron ellas! Créeme, lo ruego.
La niña le chitó y con una de sus diminutas
manos le secó las mejillas. La sombra que se arqueaba por debajo
serpenteó hasta proyectarse en la pared, y tomó la forma de una
escuálida y gigante criatura.
- Tranquila bonita. Tendremos tiempo para conversar. – le dijo y besó su frente arrugada.
De uno de los bolsillos de su camisón de
conejos descubrió un pequeño muñeco de trapo, y colocó rápidamente su
cabeza sobre la fulgurante llama de una de las velas. La anciana la
observó actuar desconcertada, y unos segundos después comenzó a chillar.
La piel de su rostro se desprendió
automáticamente del músculo, y sus ojos se licuaron hasta escurrirse en
el suelo. Se retorcía espantosamente mientras con sus uñas se arrancaba
mejillas y labios.
Pronto sólo quedó algo de carne chamuscada
adherida al hueso. Ya no se movía, pero de alguna forma inquietante, el
cuerpo inerte seguía gritando con desesperación.
Bathsheba mantuvo su mirada poderosa sobre ella, alienada de los alaridos de la cabeza esquelética.
- Nos vemos más tarde. – sentenció.
Levantó uno de sus pequeños pies y le aplastó el cráneo.
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