Cuando
era un niño tenía pavor de la oscuridad. Todavía lo hago, pero cuando tenía más
o menos seis años no podía pasar una noche entera sin llorar para que alguno de
mis padres buscara debajo de mi cama o en mi armario a cual fuera el monstruo
que pudiera estar esperando para comerme. Incluso con una luz de noche todavía
veía figuras oscuras moviéndose en las esquinas de mi habitación, o caras
extrañas mirándome desde la ventana. Mis padres hacían lo que podían para
consolarme, diciéndome que era sólo una pesadilla o una ilusión óptica
provocada por la luz, pero en mi joven mente estaba seguro de que al momento
que cayera dormido, las cosas malas me iban a atrapar. La mayoría del tiempo me
escondía debajo de las frazadas hasta estar lo suficientemente cansado como
para dejar de preocuparme, pero de vez en cuando sentía tanto pánico que corría
al cuarto de mis padres, despertando a mi hermano y hermana en el proceso.
Después de un calvario como ése, no habría manera de que alguien tuviera una
buena noche de sueño.
Eventualmente,
tras una noche particularmente traumatizan te, mis padres se hartaron. Por desgracia para ellos, entendían bien la inutilidad de discutir con un niño de
seis años, y sabían que no podrían convencerme de dejar a un lado mis miedos a
través de la lógica y la razón. Tenían que ser ingeniosos.
Fue
idea de mi madre confeccionar a mi pequeño amigo para la hora de dormir.
Juntó muchos pedazos de tela surtidos con su máquina de coser y
creó a quien yo más tarde llamaría «Sr. Ickbarr Bigelsteine», o «Ick» para
abreviar. Ick era lo que mi madre llamaba «un monstruo de medias». Estaba
diseñado para protegerme mientras dormía por la noche, asustando a todos los
demás monstruos. Ickbarr tenía un aire a un Frankestein en versión gremlin, con ojos grandes y blancos hechos de botón y orejas de gato
caídas. Sus pequeños brazos y piernas estaban hechos con un par de medias
rayadas en blanco y negro que pertenecían a mi hermana, y la mitad verde de su
cara estaba hecha de una de las medias altas de fútbol de mi hermano. Su cabeza
podría ser descrita como bulbosa, y por boca mi mamá le había cosido un pedazo
de tela blanca, y bordado en forma de zig-zag una amplia sonrisa de dientes
afilados. Lo amé desde el primer momento.
De ahí
en adelante, Ick nunca se separaba de mi lado. Así que cada noche a la hora de
dormir, me diría dónde se escondían los monstruos y yo lo colocaba en el área
de mi cuarto más cercana a lo macabro. Si había algo en el armario, Ick
bloqueaba la puerta. Si había una extraña criatura rasguñando la ventana,
apoyaba a Ick contra el vidrio. Si había una gran bestia peluda bajo mi cama,
bajo la cama lo ponía. Algunas veces, los monstruos se escondían en mis sueños,
e Ickbarr tenía que venir conmigo a mis pesadillas. Era divertido traerlo a mi
mundo de ensueño, ya que juntos pasábamos horas combatiendo demonios y
fantasmas. La mejor parte era, que en mis sueños, Ick podía realmente hablarme.
—¿Cuánto me amas? —me preguntaba.
—Más
que a nada en el mundo —siempre le decía.
Una
noche, en un sueño, después de perder mi primer diente, Ick me pidió un favor.
—¿Me
puedes dar tu diente?
Le
pregunté por qué.
—Para
ayudarme a matar a las cosas malas —me dijo.
A la
mañana siguiente mi madre me preguntó dónde estaba mi diente cuando bajé a
desayunar. Por lo que me dijo, el «hada de los dientes» no lo había encontrado
bajo mi almohada. Cuando le dije que se lo di a Ickbarr ella solamente se
encogió de hombros y se regresó a alimentar a mi hermana pequeña. Desde ese
momento, cada vez que perdía un diente se lo daba a Ick. Siempre me agradecía
y, por supuesto, me decía que me amaba. Con el pasar del tiempo, sin embargo,
me quedé sin dientes de leche, y ya me estaba poniendo un poco viejo para
seguir jugando con muñecos. Así que Ick sólo se sentaba ahí, en mi estantería,
acumulando polvo y ausentándose lentamente de mi atención.
Pero
las pesadillas se volvieron peores. Tanto que empezaron a seguirme mientras
estaba despierto, atemorizándome en cada rincón oscuro o arbusto que se movía.
Luego de una noche particularmente mala volviendo de la casa de un amigo en
bicicleta, y en la que podría haber jurado que una jauría de perros rabiosos me
estaba persiguiendo, llegué a casa para encontrar que alguien me esperaba en mi
habitación. En mi cama, de pie y completamente erguido ante la luz de la luna,
estaba Ickbarr. Al principio pensé que mis ojos estaban jugándome bromas de
nuevo, como lo habían estado haciendo toda la tarde, así que traté de prender y
apagar las luces. Lo hice de nuevo, con ningún cambio. Me estaba empezando a
poner nervioso.
Comencé
a retroceder hacia la puerta, sin quitar mis ojos de la silueta de Ick; mi mano
estirada incómodamente, buscando el picaporte. Estaba a punto de irme a la
mierda de ahí cuando escuché que la puerta era azotada contra su marco,
dejándome encerrado en la oscuridad. En nada más que sombras y silencio.
Hasta
que escuché una voz familiar y estridente. —Dejaste de alimentarme; ¿por qué debería
protegerte?
—¿Protegerme
de qué?
—Déjame
mostrarte.
Pestañeé
una vez y todo cambió. Ya no estaba en mi habitación, estaba en… otro lugar.
Una especie de bosque, un lugar horrible, de pesadillas, donde partes de fetos
abortados colgaban del follaje, y el suelo estaba infestado con insectos
carnívoros. Una niebla espesa inundaba el aire con un olor a carne podrida,
mientras luces de un verde amarillento parpadeaban en el cielo oscuro. Mi
cabeza empezó a palpitar como si estuviera a punto de explotar, porque en mi
mente, escuchaba la voz de nuevo.
—Esto
es lo que tu realidad será sin mí.
Sentí
unas pisadas que hacían temblar la tierra, aproximándose rápidamente.
—Soy el
único que puede pararlo.
Estaba
detrás de mí ahora, enorme y enojado.
—Dame
lo que necesito, y lo haré.
Me
desperté antes de poder darme vuelta.
Al día
siguiente revisé el armario de mis padres buscando los dientes de leche de mi
hermano, y se los di todos a Ickbarr. Casi inmediatamente después de ello las
pesadillas terminaron, y estaba relativamente en condiciones de seguir con mi
vida normal.
De vez
en cuando, me metía en la habitación de mi hermana y robaba lo que estaba
destinado al hada de los dientes, o estrangulaba a uno de los gatos de la
vecina para quitarle sus pequeños incisivos. Cualquier cosa para alejar las
visiones. También comencé a notar que Ick se movía en mi cuarto cada vez que yo
me iba, reordenando mis cosas y adicionando más cortinas. Se veía más vivo, de
alguna forma. En la luz correcta sus dientes podían verse brillando y se sentía
tibio al tacto. Por más que esto me asustara, no podía juntar el valor
necesario para destruirlo, sabiendo perfectamente a dónde eso me llevaría. Así
que continué recolectando dientes para Ick a lo largo de la secundaria y la
universidad. Mientras más crecía, a más cosas aprendía a tenerle miedo y más
dientes necesitaba Ick para mantenerme a salvo.
Ahora
tengo 22 años, un trabajo decente, mi propio apartamento, y una colección de
dentaduras. Ha pasado casi un mes desde la última vez que Ick comió y las
pesadillas están empezando a acorralarme de nuevo. Tomé un desvío a través de
un estacionamiento después del trabajo esta noche. Encontré a un hombre
forzando la cerradura de su auto. Sus dientes estaban manchados de amarillo
gracias a una vida de tabaco y café, y aun así, tuve que usar el martillo para
extraer los molares. Cuando regresé a mi departamento él me estaba esperando.
En el techo, en un extremo. Dos ojos blancos y una boca de navajas.
—¿Cuánto
me amas? —me pregunta.
—Más
que a nada —le contesto, sacándome mi abrigo—. Más que a nada en el mundo.
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